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El “tono adolescente” y la gran rebeldía

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Nunca como ahora se ha hablado tanto de la juventud; pero en gran medida son reflexiones de adultos, porque la juventud por sí misma tiende más a la acción que a la reflexión. El “tono adolescente y juvenil” de ciertas modas actuales -ropa, películas, gustos, expresiones-, lleva a veces a personas de edad a vestir como si tuvieran unos eternos diecisiete años. Ese “tono adolescente” generalizado es meramente formal: el mensaje materialista de esta sociedad, envuelto en ese celofán rutilante de “divertidos tonos juveniles”, hace tiempo que está podrido.

Frente a esta mentalidad acomodaticia se alza la verdadera rebeldía de la juventud: “¿por qué dudar -se preguntaba Berglar- de que así como hay jóvenes que son capaces de llevar una vida de pecado, de prostitución, de extorsión o de violencia, haya otros que también son capaces de todo lo contrario, es decir, de amar a Dios, de entregarse, de vivir la pureza? No me cabe en la cabeza por qué los jóvenes, en la adolescencia, lo quieran los padres o no, han de tener derecho (por lo menos en Alemania) a dejar de asistir a las clases de Religión y no hayan de tener la posibilidad de decidirse por servir a Cristo y a su Iglesia. Esta época, la adolescencia, no es un dato arbitrario: la Iglesia sabe, por larga experiencia, que, por lo general, un cristiano adolescente es capaz de reconocer el modo y la esencia de una vocación divina y de seguirla”.

La respuesta a la llamada de Dios es la gran rebeldía: rebeldía ante el pecado, ante el aburguesamiento, ante la tibieza, ante la falta de ideal. Esa llamada acontece con frecuencia no sólo en la juventud, sino antes, en la niñez, aunque sólo pueda llevarse a cabo años más tarde, conforme a las prudentes prescripciones canónicas de la Iglesia. Un escritor contemporáneo, Luis Rosales, refiere en un largo texto una llamada de Dios a los doce años:

“Así era ella. Se llamaba María para jugar y entretenerse en algo y era la más pequeña de nosotros. Doce años bien cumplidos, pelicastaños, joviales (…).

Jugaba siempre a tener alegría, a no dejar cosas por hacer, a vivir en mañana de fiesta, y a tener providencia de nosotros para que no nos abandonáramos demasiado a ser hombres. Tenía los ojos justos para ver: ni demasiado grandes ni demasiado chicos; la estatura, mediana; la frente, comba y salediza; los movimientos, desenvueltos e imprevisibles entre el cañaveral de alegría.

-Mira, Luis, hazme caso. Te digo que tengo vocación y que voy a aprender a tocar el piano para ser la organista del convento. Tener primos, ya lo sabéis, es una maravilla. Mientras hablaba, recuerdo que jugábamos con las columnas y los primos en el patio de casa. Aunque reía para nosotros, estaba disgustada porque a mí aquello del piano me pareció decisión para nunca. No sé lo que le dije; probablemente alguna tontería cuando no la recuerdo. Y ella siguió viviendo sus doce años como jugando al escondite con ellos; pero por las mañanas, durante varias horas, se iba quedando quieta y monja, sentada ante el piano y haciendo música celestial. Al principio, naturalmente, no consiguió que nadie tomara en serio su vocación. Todos culpábamos de aquel repente a sus amigas, que eran mayores, agrandadas, intransitables, y miraban al mundo parpadeando, como si todavía tuvieran en los ojos alumbrado de gas. Nos decíamos, para quitarle importancia al asunto, que ellas debían haberla sonsacado, pero a sabiendas de que María no era fácil de sonsacar. Y así pasaron varios años.

Lo que más nos extrañaba al observarla, al conversar con ella, era advertir que no había habido ni el más ligero cambio en su carácter. Al contrario, la alegría se le fue haciendo más inmediata e irrestañable. Le nacía de más hondo: esto era todo. Sus ademanes y sus juicios seguían teniendo aquel desplante y aquella impávida terquedad de siempre. Dulce también lo era, pero al hablar nos miraba con tanto aplomo y decisión que parecía subirse en una silla para ponernos los ojos en hora. Hablaba sin malicia, sin tapujos y sin ingenuidad, diciendo siempre lo que pensaba, porque no hay nada verdadero en la vida que no sea compatible con la inocencia. Como toda persona buena, era un poco indiscreta y las hormigas se la llevaban en volandas. Se interesaba por todo, y a pesar de su dejo burlón la confidencia era con ella tan inmediata e indeclinable como caer cuando has perdido el equilibrio. A fuerza de quererla llegué a saber que la tristeza no es cristiana (…).

-Pero vamos a ver, María, ¿cómo estás tan segura, a tu edad, de tener vocación religiosa? Recuerdo el patio familiar, los cenadores de azulejo, el pino magistrado, las macetas de hiedra, el toldo y el sombrío. Recuerdo la hora justa. Recuerdo que me miraba entre risueña y dolorosa, con el cuerpo algo inclinado hacia adelante, como el que está esperando la llegada del tren (…).

-Mira, Luis, la edad no tiene nada que ver con estas cosas. Yo veo mi vida entera ya en un mismo camino. Ahora, hablando contigo, la estoy viendo seguida. No puedo equivocarme. Y no se equivocó. La vocación no se equivoca. Desde entonces todos los años que ha vivido se le reunieron en la luz de una mañana. Recuerdo la hora justa. Recuerdo que, aun sabiendo que la perdíamos para siempre, no me dolieron sus palabras. Comencé a comprenderlas, a vivirlas, a habitar dentro de ellas. Desde aquel día ambos tenemos la misma edad: Hemos cumplido los mismos años de estar solos. Ahora comprendo que a ella le debo la certidumbre de mi vocación: la certidumbre de estar pisando todavía sobre el último grano de arena que se ha quedado solo frente al mar, la certidumbre de seguir siendo el mismo hombre y de volver a prometernos -¿verdad, María?- que, ocurra lo que ocurra, los dos seremos fieles a nuestra vocación”.

Esta larga cita revela una experiencia multisecular de la Iglesia: la respuesta a la llamada manifiesta la madurez de la persona entregada, que se expresa conforme a las características psicológicas propias de la edad. Por eso, no hay que contraponer estas manifestaciones frente a la entrega o la santidad. La madre de Jacinta y Francisco declaraba que sus hijos eran niños normales: “niños muy niños”. Sus hagiógrafos los presentan rezando a la Virgen y mortificándose por los pecadores, cantando casi sin parar, bailando, correteando y jugando, como todos los niños.

Los santos jóvenes fueron santos porque supieron vivir plenamente cara a Dios su juventud. Sabían que un santo triste es un triste santo y amaron heroicamente a Dios sin dejar de ser lo que eran: niños, jóvenes, con toda la alegría de su edad: ¿por qué no? Los padres de una chica española del Opus Dei, fallecida con fama de santidad, Montse Grases, evocaban en TVE la figura su hija y recordaban que había sido “de pequeña, muy revoltosa. Era una niña muy niña”. Su madre contaba cómo luego se convirtió en una joven “clara, transparente, sencilla y sin doblez”. Su padre corroboraba: “era una chica normal, con mucha serenidad”. Y sus amigas la recuerdan siempre sonriente, tocando la guitarra, jugando al baloncesto, haciendo excursiones con sus amigas: “muy deportista, muy vitalista”.

La mayoría de los santos jóvenes no fueron “jóvenes raros” sino jóvenes extraordinarios en lo ordinario. “Era tan normal -comentaba una amiga de Montserrat Grases- que cuando empezaron a pedir testigos de su vida, pensaba que no tenía nada extraordinario que declarar. Luego, con el transcurso de los años, la vida, la madurez, incluso la profesión -porque soy enfermera y trabajo en un centro médico-, me han hecho comprender que su normalidad era realmente extraordinaria. Porque que reaccionara así, en aquella adolescencia, una persona que sabía que tenía un cáncer de huesos, que tenía vida para poco tiempo… sin pensar en sí misma, preocupándose igualmente de los demás, sin cambiar de humor… Ha sido luego cuando he valorado realmente lo extraordinario de su comportamiento”.

Estos ejemplos nos muestran que los jóvenes santos vivieron la plenitud del Amor de Dios en la plenitud de su propia edad; y se cumplieron en ellos las palabras de la Escritura: super senes intelexi; entendieron a Dios mejor que los ancianos.

Por esa razón alentaba Juan Pablo II a un grupo numeroso de jóvenes: “¡No tengáis miedo de vuestra juventud! ¡No tengáis miedo de correr el riesgo de la libertad! ¡No ahoguéis los generosos impulsos del mor que os pide que hagáis, de vuestra vida, un servicio a los demás!”

El ideal cristiano de entrega desconcierta a ciertos sectores contemporáneos. Los jóvenes que se entregan a Dios no están demasiado bien vistos. No es nada nuevo: Carlos Borromeo comentaba que “no conviene desanimarse por habladurías de gentes que siempre tienen en la cabeza imaginaciones nuevas. Basta obrar rectamente en todo y luego que cada cual diga lo que quiera”. (Aunque a veces, no todo se queda en palabras: uno de sus detractores le disparó a quemarropa con un arcabuz mientras rezaba, afortunadamente sin consecuencias mortales. También a don Bosco, que opinaba de forma parecida, le dispararon, intentaron acuchillarle; y recurrieron al veneno; más tarde trataron de matarle a palos… Y estos casos no fueron los únicos).

En la vida de san Francisco de Sales, como en la de la mayoría de los santos, hay un largo capítulo dedicado a las difamaciones e injurias. Desgraciadamente, muchas de las insidias que sufrieron provenían de personas que habían abandonado la vocación. San Franciscode Sales había logrado convertir de su mala vida a una talBellot, que tras pasar una temporada en el convento de la Visitación, regido por santa Juana de Chantal, volvió a sus andanzas y se convirtió en la amante de un señor de la corte del Duque de Nemours. El escándalo alcanzó dimensiones colosales. San Francisco intentó hacerla cambiar, al principio privadamente; pero luego no tuvo más remedio que hablar del escándalo desde el púlpito.

La reacción no se hizo esperar: el amante de la Bellot, despechado, falsificó la letra del santoy puso en circulación -mediante una trama de engaños- una carta falsa, supuestamente dirigida a esa mujer, que leyó toda la ciudad haciéndose cruces. Las calumnias y las habladurías fueron en aumento y un día apareció un cartel sobre la puerta del convento que decía: “serrallo del Obispo de Ginebra”.

Un amigo, indignado por todo aquello, quiso batirse en duelo con el que había escrito aquellas falsedades. San Francisco se lo impidió: “tenía por principio –escribe su biógrafo- que en las calumnias es bueno justificarse, porque se debe este homenaje a la verdad, pero que si la acusación se sostiene hay que oponer la indiferencia y el silencio”. Así que le dijo a su amigo que él no era el autor de aquella carta y se quedó tan tranquilo. Juana de Chantal, de carácter fogoso y vehemente, no comprendía aquella tranquilidad; quería denunciar a los falsificadores y llevarlos hasta los tribunales.

El santo la calmó. Había que rezar por ellos y perdonarles. Un día se encontró con el autor del cartel y le dijo: “Vos me queréis mal y procuráis por todos los medios ennegrecer mi reputación; no hace falta que me deis excusas, porque lo sé muy bien y estoy seguro de ello. De todos modos, ya lo veis, si me hubierais arrancado un ojo, yo no dejaría de miraros amorosamente con el otro”.

Historias semejantes podrían contarse de Tomás Moro, Pedro Claver, del Cura de Ars o Teresa de Ávila . Realmente, no ha habido santo libre de murmuraciones, trapisondas y enredos. Y no han sido sólo cosa de los comienzos de la Iglesia o frutos pasajeros de un momento. La murmuración se ha ensañado con almas de reconocida santidad. Un mediodía caluroso la chusma de Roma contempló un espectáculo inesperado: dos soldados conducían a un pobre anciano de ochenta y seis años a lo largo de la calle Bianchi, hacia las prisiones del Santo Oficio. Le habían detenido de repente, al mediodía, sin darle tiempo a ponerse el sombrero. Andaba incierto, encorvado y tambaleante. Se llamaba José de Calasanz.

El despecho murmurador llegó en el siglo diecinueve hasta Ars, una aldea miserable, donde un humilde párroco conmovía a toda Francia con su amor a Dios. “Durante este tiempo -escribía- vivía esperando que de un momento a otro me arrojarían a palos de casa para encerrarme en un calabozo”.

¿Causas de la murmuración? ¿La envidia? ¿El despecho? Es imposible descubrir la clave de la pasión oscura que late bajo la ciénaga del mal. Pero siempre procede del mismo modo: insinuaciones viscosas, sospechas infundadas, acusaciones contra los que se entregan a Dios. Murmuraciones de ese tipo llegaron hasta la corte de Isabel II. Se cuchicheaba en todos los corros palaciegos: “¿no sabes? la de Jorbalán, la mismísima vizcondesa de Jorbalán se ha vuelto loca: se dedica a reeducar mujeres de mala vida”. Y no faltaban las suposiciones maliciosas: ¿y no será que en vez de reeducarlas lo que hace es…?”

Hasta que una persona prudente, un marqués amigo de la vizcondesa de Jorbalán –santa Micaela- se la encontró en la antesala de un ministerio, y empezó a gritarle: “Pero, ¿es posible que haya perdido usted la cabeza hasta ese punto? Déjese de tonterías, vuélvase a los suyos, que están desconsolados con sus locuras y no le busque Vd. cinco pies al gato…” Afortunadamente, la santa no le hizo demasiado caso.

Esas murmuraciones contra las almas entregadas a Dios no parecen descansar nunca, ni arredrarse ante la santidad más floreciente: con motivo del centenario de la muerte de san Juan Bosco, algún articulista italiano intentó derramar sobre su vida santa, que tantos frutos ha dado a la Iglesia, las sospechas más torpes y las calumnias más bajas. Y esto mismo le pasó en vida a santa Teresa –a la que acusaron de todo durante sus andanzas por Castilla- y le ha seguido pasando en estas últimas décadas, cuando ciertos “analistas” la han querido presentar como una neurótica y… ¿para qué seguir?


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